Al igual que una gran cantidad de chilenos, estoy de acuerdo
con la eliminación del IVA a los libros;
y si aquello no pudiera concretarse en el corto plazo, también apoyo la idea de
pensar en un impuesto diferenciado,
de tal modo que en Chile deje de ser tan caro comprar poesía, novelas…
Es una causa necesaria, pero creo que no eliminará la
brecha entre los que tienen acceso a la ‘cultura’ y los que no. Es más,
pienso que se trata de un anhelo elitista
que beneficiará a quienes ya somos lectores asiduos, a los intelectuales
opinantes; a quienes seguiríamos comprando libros.
Ahora más baratos, claro.
Ahora más baratos, claro.
Lo que planteo se puede comprobar al analizar quiénes somos los que pregonamos la
urgencia de esta medida: actores, escritores, políticos, periodistas, gente de
la socialité (ver vídeo). Pero ¿qué pasa con
las bien o mal llamadas ‘personas
promedio’? ¿Por qué no están luchando activamente por lo que debería ser un
derecho también para ellos?
Para mí, no se
hacen partícipes porque este impuesto es un tema discursivo que no se
enmarca en sus intereses; en el fondo, su cotidianidad no se verá
afectada si un libro cuesta dos, cuatro o diez mil pesos más (o menos), contrariamente
a lo que pasaría si esta rebaja se estuviera proponiendo para el pan, el
transporte, las bebidas gaseosas o el vestuario.
La discusión debería ampliarse a medidas que trasciendan la
forma y se centren en el fondo del problema: y es que en Chile las personas con
menos recursos socio-económicos e intelectuales
no conciben la lectura como un medio, sino como un fin en sí misma. Por
ejemplo, si tienen que leer lo hacen obligadas o simplemente porque
quieren obtener gratificaciones inmediatas.
Entonces, no basta
con luchar por bajar los precios. Estoy convencido de que aunque los libros
fueran más baratos, ese amplio grupo de la población no se sentiría atraída por la lectura, sino que continuaría buscando fuentes de entretención y
evasión en sus televisores o en sus dispositivos móviles (que son tanto o más
caros, pero que igual se consumen en tasas elevadas al punto de lo obsceno).
Lo que a veces se nos olvida, creo, es enfatizar el trabajo
-en todo grupo etario- de concienciación sobre qué pueden obtener con el
acto de leer; inculcarles el amor y
la pasión por la lectura como paliativo del miedo, de la desesperanza o el aburrimiento. O sea, entregarles la llave para que expandan su horizonte y no sólo un pase
provisorio.
Reorientar las mallas curriculares de los niños,
invitándolos a que conozcan la lectura desde una perspectiva más explorativa;
potenciar el rol de las bibliotecas,
sobre todo si son públicas; una mejor regulación de los contenidos digitales y
los que se transmiten en televisión; más días del libro; más personas
dispuestas a transformarse en cuenta-cuentos en las poblaciones…: ¡eso es lo
que realmente se necesita!
En otras palabras, si abogamos por el acceso ampliado y la igualdad de
oportunidades, primero requerimos crear
la necesidad en los sectores más vulnerables. Mientras eso no ocurra, éste
seguirá siendo sólo un debate entre intelectuales.
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