miércoles, 18 de noviembre de 2015

El amor como motor del mundo

Creación de Jean Jullien
Aunque la evidencia de los últimos tiempos pareciera demostrar que el hombre es el lobo del hombre, no estoy de acuerdo con la interpretación de la obra de Thomas Hobbes que señala que somos malos por naturaleza: yo creo en la bondad y en el amor como el motor del mundo.

Por lo mismo, tengo fe en que los atentados terroristas en París serán un impulso para rebelarnos; pero no para levantarnos en armas, como algunos dignatarios han propuesto, sino para demostrar con gestos, grandes y pequeños, que estamos contra la violencia y las luchas por ideales mezquinos y antediluvianos, sean de la índole que sean.

Pruebas de esto hay muchas: la indignación de millones de usuarios de redes sociales; mensajes de líderes en todo el mundo; y manifestaciones como el discurso de Madonna, el pianista que tocó “Imagine” afuera del Bataclan o el joven musulmán que ofreció abrazos en París.

Personalmente, respeto todos las iniciativas para manifestarse contra el odio y la violencia -excepto, claro, el odio y la violencia-, porque todas nacen de la legítima aspiración a vivir en un mundo pacífico en el que todos podamos convivir aunque no todos pensemos igual.

Por eso me entristece que proliferen posturas odiosas que invalidan sentimientos y libertades. ¿Por qué criticar a quienes piden u ofrecen una oración? ¿Qué de malo hay en compartir una imagen en las redes? ¿Cuál es el detrimento hacia la causa pacifista y humanitaria si lloro la muerte de los hombres y mujeres de París?

Las energías invertidas en esas posturas ingrávidas no hacen más que desvirtuar el foco de lo que verdaderamente importa: el repudio de la violencia y el clamor de todo un planeta que exige la deposición de las armas… en París, en Siria, en China o en Venezuela. Porque, en verdad, no importa la forma, sino el fondo.

Concuerdo con quienes alzan la voz denunciando que en otras naciones también hay dolor y muerte. Eso también es repudiable, pero en ningún caso debería ser tomado como una nueva arma de batalla, como un ideal para atizar a un grupo de incautos que caen en el mismo juego del odio aunque en una escala menor.

Basta ya de ennegrecer el panorama con ráfagas de palabras virulentas y llamados mezquinos a tomar partido o por París o por el Medio Oriente. Más allá del impacto y la cobertura mediática inicua entre las realidades de Europa y otras latitudes -y eso es una tarea pendiente-, episodios como estos deben avergonzarnos y movilizarnos siempre.

Al final, todo suma y crea conciencia: desde lo cósmico y lo divino hasta lo más práctico (porque como opinó el Dalai Lama, “no sólo con oraciones se acaba el conflicto”). Así se construye una sociedad homogénea, respetuosa y libre. En otras palabras, un mundo mejor.

martes, 2 de junio de 2015

Carta abierta

         Es probable que pocos conozcan a Enrique Santos Discépolo por su nombre, pero sí por su obra; él fue quien escribió un tango que ha trascendido las fronteras y el tiempo: se trata de Cambalache. Y aunque hace mucho que estoy familiarizado con esta trascendental pieza, nunca hasta ahora su mensaje me había hecho tanto sentido con frases como ésta:

“No hay aplaza’os ni escalafón;
los inmorales nos han iguala’o:
si uno vive en la impostura
y otro roba en su ambición,
da lo mismo que si es cura,
colchonero, rey de basto,
cara dura o polizón”.


Afirmo lo anterior con total convencimiento y responsabilidad, en vista de que he tenido que ser testigo de cómo funciona el negocio para una mayoría que ejerce cargos de alta responsabilidad no necesariamente por sus competencias, sino porque cuentan con venia política o, lo que es peor, porque son parte de un círculo de amistades de otros que ostentan más poder aún.

           Aclaro que no me tomaría el tiempo de reflexionar sobre este declive de los valores morales si solamente ocurriera en un ente abstracto e impersonal como ‘la sociedad’; porque creo que sería un recurso simplista y no del todo honesto aludir al problema de modo genérico: ‘la gente’, ‘el país’ o ‘los chilenos’. Es cierto: la pérdida del sentido de lo bueno versus lo malo, de lo correcto versus lo incorrecto, está arraigada en la sociedad, pero también se vive en lo cotidiano: está, por ejemplo, en varias oficinas de esta institución del Estado, de cuyos logros muchos se vanaglorian sin estar aportando efectivamente a su engrandecimiento.

        Desde mi perspectiva, esta tendencia -eufemismo para no ocupar la palabra precisa: vicio- redunda en que muchos hayamos tenido que sobrellevar la humillante situación de ser comandados por jefaturas que, en lo profesional, no parecen contar  con un perfil idóneo, conocimientos técnicos ni capacidad de liderazgo. Si a esto se agrega un comportamiento errático y muchas veces carente de modales básicos de convivencia, el resultado no es un muy alentador como para continuar.

          Asumo que es probable que algunos que llevan años inmersos en este contexto afirmen que es así como se manejan los asuntos en las instituciones públicas: es decir, dependiendo de los caprichos e intereses de quienes momentáneamente están en el poder. Seguro que ellos también consideran que hay que saber acomodarse a estas condiciones y que es mejor trabajar sin desgastarse por intentar cambiar estas prácticas tan arraigadas.

         Respeto a quienes piensan así, pero no comparto su postura en lo absoluto; porque, desde mi punto de vista, un profesional de excelencia es aquel que, aun consciente de su contexto mediocre, exige que el trabajo se haga con estándares de calidad que garanticen resultados óptimos para quienes, en definitiva, pagan nuestro  sueldo. De lo contrario, sólo estamos en presencia de funcionarios de segunda categoría, autocomplacientes y acomodadizos, cuyo único objetivo será mantener una ocupación y asegurar una suculenta entrada económica a mediado de cada mes.

       Es por eso que hoy emprendo nuevos rumbos a la empresa privada: porque este desolador panorama en el servicio público es incompatible con mi formación ética y valórica. No me siento cómodo siendo parte de una institución que en el papel hace un trabajo ‘de excelencia’, pero que en la práctica alienta proyectos insulsos, defiende posiciones mezquinas y potencia jefaturas pusilánimes, pero no líderes.

          Por cierto que no es mi intención generalizar: no digo que todos sean mediocres, perezosos y/o maleducados (hace un tiempo tuve jefas admirables en todo sentido); tampoco me refiero al instituto como un todo, porque, aunque me temo que este modelo se replica, no conozco los antecedentes para afirmarlo. Yo me refiero, única y exclusivamente, a lo que he vivido en el último tiempo: hablo de mis intentos de sortear con dignidad ese hálito de banalidad y autocomplacencia que a menudo invade nuestras oficinas, y de mis esfuerzos infructuosos por entender una lógica de trabajo desorganizado y sin rumbo claro.

          A riesgo de parecer desagradecido, crítico o poco visionario, también hablo de las limitaciones que implica ser parte de un equipo y de un proyecto digital  incomprendido, que no está en la lista de prioridades de ninguna autoridad, por lo menos en términos operativos. Honestamente, creo que la mentalidad anquilosada y chovinista de algunas de ellas nunca dará paso al desarrollo real de ideas vanguardistas y con tanto alcance social como es el sitio web de ChileAtiende.

         Así que con todo esto, ¿qué perspectivas profesionales tienen las personas justas y los espíritus inquietos que no se conforman con pasar sus días como autómatas? ¿Qué ganas de continuar le quedan a alguien que tiene intenciones de mejorar la calidad de vida de los otros, pero que se encuentra con que la mirada de ellos a veces queda relegada por otras prioridades de dudosa procedencia? ¿Qué motivación real existe para un periodista serio y comprometido que sigue creyendo en la meritocracia aunque aún no se haya topado con ella?

        La respuesta más consecuente y honesta a estas inquietudes no tiene lugar a discusión: debo alejarme de los vicios solapados y no dejarme contaminar en el intento. Por fortuna, tengo las ansias de libertad y el espíritu de supervivencia suficiente como para no querer hundirme en la mezquindad y para saltar de la proa de este barco que zozobró hace tiempo y que, siendo honestos, tiene pocas posibilidades de enmendar el rumbo si sigue siendo guiado por los mismos capitanes.

         Si para algunos esto es un acto de cobardía, para mí no. Sé que nadie es mártir en ninguna institución, pero estoy convencido de que en esta decisión hay un profundo amor por la labor social bien entendida, y un alto grado de desprendimiento. No es sencillo renunciar al servicio público cuando se tiene la convicción de que nuestro trabajo engrandece a Chile; así como tampoco es tarea fácil claudicar en los anhelos de mejorar la vida de quienes realmente necesitan de la asistencia del Estado en su conjunto.

        Espero que esto cambie. De ahora en más, soñaré con el día en que el instituto se llene de mentes brillantes, capaces y comprometidas, que trabajen para enriquecer al país y no para enriquecerse. Esperaré con ansias el momento en que este modelo se agote y sea destruido, y dé paso a otro que reúna a los mejores profesionales, con intenciones loables, para trabajar juntos por un país mejor. Y tal vez cuando eso ocurra hasta me seduzca la idea de volver con nuevos bríos… olvidando para siempre las estrofas que cierran mi carta y que, a la vez, son las últimas que se pueden escuchar en el famoso tango argentino:

“No pienses más,
sentate a un la’o,
que a nadie importa si naciste honra’o.
Es lo mismo el que trabaja
noche y día como un buey,
que el que vive de los otros,
que el que mata,
que el que cura
o está fuera de la ley”.

martes, 20 de enero de 2015

Castigo y tratamiento, por el amor de Dios

          Imposible mantenerse al margen de los acosos de Javier Soto, autoproclamado y mediáticamente conocido “pastor Soto”.  Vi la persecución a Luis Larraín en el centro de Santiago; repasé varias de sus intervenciones en TV; y he hecho un seguimiento de sus escándalos en el Congreso (incluida la vergonzosa afrenta contra el diputado Claudio Arriagada).

          No soy ni sicólogo ni siquiatra, pero he estado relacionado con ellos por los quehaceres propios de mi trabajo como periodista. Por lo mismo -y guardando el respeto por esos profesionales- he aprendido a reconocer patrones de conducta alterada, y a identificar perfiles de personas que tienen desórdenes emocionales y mentales.

          Y en este caso claramente se trata de alguien con severos problemas siquiátricos que redundan en un comportamiento disociado de la realidad.  Por su actuar, se desprende que en él no hay control de la ira ni de sus impulsos; no hay conciencia del respeto por la privacidad del otro ni de la responsabilidad inherente al cargo religioso que ostenta; no hay apego a las convenciones sociales ni el más mínimo respeto por las instituciones de la sociedad civil.
En resumidas cuentas, me parece que es un desadaptado social producto de su inestabilidad mental.

       Es tan claro que ese fanatismo asociado al terrorismo en su expresión más pura (“Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”) va más allá de lo religioso o valórico. Es un desorden generalizado que está lejos de aquéllos que, aun profesando una postura igualmente intransigente en estos temas, no tienen comportamientos violentos, ofensivos, descontrolados ni ridículos.     
   
     O sea que, por el contrario de lo que muchos opinan, yo creo que no se trata sólo un religioso recalcitrante, sino que una persona enferma que requiere con urgencia ser tratada como tal. Si ninguna entidad se hace eco de esta necesidad, seguirá siendo una molestia y un peligro… no sólo para la comunidad LGBT, sino que para todos aquellos que no comulguen a su visión de la sociedad y del mundo. 
 ¿Qué hacer con él?

        Como creo en la libertad de expresión, hasta hace poco pensaba que bastaba con ignorarlo, con no darle pantalla ni hacerse parte de sus divagaciones (o sea, respetar el viejo proverbio de "Cada loco con su tema"). Así, sus sermones moralistas no serían más que una molesta anécdota surgida de una persona ignorante y obcecada. Pero ahora cambié de opinión.

       Es una alternativa, pero no basta sólo con el castigo social, con funarlo en las redes sociales. No podemos aceptar que el justo derecho a expresar nuestras diferencias sea ejercido con tal nivel de violencia y atropello hacia la integridad de los demás, por muy distinto que piensen. Por eso, todos los esfuerzos individuales y colectivos serán válidos para que sus actos irrespetuosos y desvergonzados no queden impunes.

         Sus constantes y repetitivos arranques coléricos no pueden ser naturalizados como un mecanismo válido para manifestar una postura erróneamente relacionada con un cariz religioso que de cristiano no tiene nada. (Vergüenza debe darles a quienes verdaderamente profesan y manifiestan el sentido literal y espiritual de esta palabra).

          Por eso, un tratamiento médico y un procedimiento judicial con una condena justa serían claras señales de que en Chile sí se hacen esfuerzos por reivindicar los derechos que todos tenemos como seres humanos y ciudadanos de un país libre que aspira a la igualdad de todos... más allá de la orientación sexual o la identidad de género.