Es probable que pocos
conozcan a Enrique Santos Discépolo por su nombre, pero sí por su obra; él fue
quien escribió un tango que ha trascendido las fronteras y el tiempo: se trata
de Cambalache. Y aunque hace mucho
que estoy familiarizado con esta trascendental pieza, nunca hasta ahora su mensaje
me había hecho tanto sentido con frases como ésta:
“No hay aplaza’os ni
escalafón;
los inmorales nos han
iguala’o:
si uno vive en la
impostura
y otro roba en su
ambición,
da lo mismo que si es
cura,
colchonero, rey de
basto,
cara dura o polizón”.
Afirmo lo anterior con total convencimiento y responsabilidad, en vista de que he tenido que ser testigo de cómo funciona el negocio para una mayoría que ejerce cargos de alta responsabilidad no necesariamente por sus competencias, sino porque cuentan con venia política o, lo que es peor, porque son parte de un círculo de amistades de otros que ostentan más poder aún.
Aclaro que no me tomaría el tiempo de reflexionar sobre
este declive de los valores morales si solamente ocurriera en un ente abstracto e impersonal como ‘la
sociedad’; porque creo que sería un recurso simplista y no del todo honesto aludir
al problema de modo genérico: ‘la gente’, ‘el país’ o ‘los chilenos’. Es
cierto: la pérdida del sentido de lo bueno versus
lo malo, de lo correcto versus lo
incorrecto, está arraigada en la sociedad, pero también se vive en lo cotidiano:
está, por ejemplo, en varias oficinas de esta institución del Estado, de cuyos
logros muchos se vanaglorian sin estar aportando efectivamente a su
engrandecimiento.
Desde mi perspectiva, esta tendencia -eufemismo para no ocupar la palabra precisa: vicio-
redunda en que muchos hayamos tenido que sobrellevar la humillante situación de
ser comandados por jefaturas que, en lo profesional, no parecen contar con un perfil idóneo, conocimientos técnicos
ni capacidad de liderazgo. Si a esto se agrega un comportamiento errático y
muchas veces carente de modales básicos de convivencia, el resultado no es un muy
alentador como para continuar.
Asumo que es probable que algunos que llevan años inmersos
en este contexto afirmen que es así
como se manejan los asuntos en las
instituciones públicas: es decir, dependiendo de los caprichos e intereses de quienes
momentáneamente están en el poder. Seguro que ellos también consideran que hay
que saber acomodarse a estas condiciones y que es mejor trabajar sin desgastarse
por intentar cambiar estas prácticas tan arraigadas.
Respeto a quienes piensan así, pero no comparto su postura en
lo absoluto; porque, desde mi punto de vista, un profesional de excelencia es
aquel que, aun consciente de su contexto mediocre, exige que el trabajo se haga
con estándares de calidad que garanticen resultados óptimos para quienes, en
definitiva, pagan nuestro sueldo. De lo
contrario, sólo estamos en presencia de funcionarios de segunda categoría, autocomplacientes y acomodadizos, cuyo único
objetivo será mantener una ocupación y asegurar una suculenta entrada económica
a mediado de cada mes.
Es por eso que hoy emprendo nuevos rumbos a la empresa
privada: porque este desolador panorama en el servicio público es incompatible
con mi formación ética y valórica. No me siento cómodo siendo parte de una
institución que en el papel hace un
trabajo ‘de excelencia’, pero que en la práctica alienta proyectos insulsos, defiende
posiciones mezquinas y potencia jefaturas pusilánimes, pero no líderes.
Por cierto que no es mi intención generalizar: no digo que
todos sean mediocres, perezosos y/o maleducados (hace un tiempo tuve jefas
admirables en todo sentido); tampoco me refiero al instituto como un todo, porque, aunque me temo que este
modelo se replica, no conozco los
antecedentes para afirmarlo. Yo me refiero, única y exclusivamente, a lo que he
vivido en el último tiempo: hablo de mis intentos de sortear con dignidad ese
hálito de banalidad y autocomplacencia que a menudo invade nuestras oficinas, y
de mis esfuerzos infructuosos por entender una lógica de trabajo desorganizado
y sin rumbo claro.
A riesgo de parecer desagradecido, crítico o poco
visionario, también hablo de las limitaciones que implica ser parte de un
equipo y de un proyecto digital incomprendido, que no está en la lista de
prioridades de ninguna autoridad, por lo menos en términos operativos.
Honestamente, creo que la mentalidad anquilosada y chovinista de algunas de ellas nunca dará paso al desarrollo real de
ideas vanguardistas y con tanto alcance social como es el sitio web de ChileAtiende.
Así que con todo esto, ¿qué perspectivas profesionales
tienen las personas justas y los espíritus inquietos que no se conforman con
pasar sus días como autómatas? ¿Qué ganas de continuar le quedan a alguien que
tiene intenciones de mejorar la calidad de vida de los otros, pero que se
encuentra con que la mirada de ellos a veces queda relegada por otras
prioridades de dudosa procedencia? ¿Qué motivación real existe para un periodista
serio y comprometido que sigue creyendo en la meritocracia aunque aún no se haya topado con ella?
La respuesta más consecuente y honesta a estas inquietudes no
tiene lugar a discusión: debo alejarme de los vicios solapados y no dejarme
contaminar en el intento. Por fortuna, tengo las ansias de libertad y el
espíritu de supervivencia suficiente como para no querer hundirme en la
mezquindad y para saltar de la proa
de este barco que zozobró hace tiempo
y que, siendo honestos, tiene pocas posibilidades de enmendar el rumbo si sigue
siendo guiado por los mismos capitanes.
Si para algunos esto es un acto de cobardía, para mí no. Sé
que nadie es mártir en ninguna institución, pero estoy convencido de que en
esta decisión hay un profundo amor por la labor social bien entendida, y un
alto grado de desprendimiento. No es sencillo renunciar al servicio público
cuando se tiene la convicción de que nuestro trabajo engrandece a Chile; así
como tampoco es tarea fácil claudicar en los anhelos de mejorar la vida de
quienes realmente necesitan de la asistencia del Estado en su conjunto.
Espero que esto cambie. De ahora en más, soñaré con el día
en que el instituto se llene de mentes brillantes, capaces y comprometidas, que
trabajen para enriquecer al país y no para enriquecerse. Esperaré con ansias el
momento en que este modelo se agote y
sea destruido, y dé paso a otro que reúna a los mejores profesionales, con
intenciones loables, para trabajar juntos por un país mejor. Y tal vez cuando
eso ocurra hasta me seduzca la idea de volver con nuevos bríos… olvidando para
siempre las estrofas que cierran mi carta y que, a la vez, son las últimas que
se pueden escuchar en el famoso tango argentino:
“No pienses más,
sentate a un la’o,
que a nadie importa si
naciste honra’o.
Es lo mismo el que
trabaja
noche y día como un
buey,
que el que vive de los
otros,
que el que mata,
que el que cura
o está fuera de la
ley”.