martes, 20 de enero de 2015

Castigo y tratamiento, por el amor de Dios

          Imposible mantenerse al margen de los acosos de Javier Soto, autoproclamado y mediáticamente conocido “pastor Soto”.  Vi la persecución a Luis Larraín en el centro de Santiago; repasé varias de sus intervenciones en TV; y he hecho un seguimiento de sus escándalos en el Congreso (incluida la vergonzosa afrenta contra el diputado Claudio Arriagada).

          No soy ni sicólogo ni siquiatra, pero he estado relacionado con ellos por los quehaceres propios de mi trabajo como periodista. Por lo mismo -y guardando el respeto por esos profesionales- he aprendido a reconocer patrones de conducta alterada, y a identificar perfiles de personas que tienen desórdenes emocionales y mentales.

          Y en este caso claramente se trata de alguien con severos problemas siquiátricos que redundan en un comportamiento disociado de la realidad.  Por su actuar, se desprende que en él no hay control de la ira ni de sus impulsos; no hay conciencia del respeto por la privacidad del otro ni de la responsabilidad inherente al cargo religioso que ostenta; no hay apego a las convenciones sociales ni el más mínimo respeto por las instituciones de la sociedad civil.
En resumidas cuentas, me parece que es un desadaptado social producto de su inestabilidad mental.

       Es tan claro que ese fanatismo asociado al terrorismo en su expresión más pura (“Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”) va más allá de lo religioso o valórico. Es un desorden generalizado que está lejos de aquéllos que, aun profesando una postura igualmente intransigente en estos temas, no tienen comportamientos violentos, ofensivos, descontrolados ni ridículos.     
   
     O sea que, por el contrario de lo que muchos opinan, yo creo que no se trata sólo un religioso recalcitrante, sino que una persona enferma que requiere con urgencia ser tratada como tal. Si ninguna entidad se hace eco de esta necesidad, seguirá siendo una molestia y un peligro… no sólo para la comunidad LGBT, sino que para todos aquellos que no comulguen a su visión de la sociedad y del mundo. 
 ¿Qué hacer con él?

        Como creo en la libertad de expresión, hasta hace poco pensaba que bastaba con ignorarlo, con no darle pantalla ni hacerse parte de sus divagaciones (o sea, respetar el viejo proverbio de "Cada loco con su tema"). Así, sus sermones moralistas no serían más que una molesta anécdota surgida de una persona ignorante y obcecada. Pero ahora cambié de opinión.

       Es una alternativa, pero no basta sólo con el castigo social, con funarlo en las redes sociales. No podemos aceptar que el justo derecho a expresar nuestras diferencias sea ejercido con tal nivel de violencia y atropello hacia la integridad de los demás, por muy distinto que piensen. Por eso, todos los esfuerzos individuales y colectivos serán válidos para que sus actos irrespetuosos y desvergonzados no queden impunes.

         Sus constantes y repetitivos arranques coléricos no pueden ser naturalizados como un mecanismo válido para manifestar una postura erróneamente relacionada con un cariz religioso que de cristiano no tiene nada. (Vergüenza debe darles a quienes verdaderamente profesan y manifiestan el sentido literal y espiritual de esta palabra).

          Por eso, un tratamiento médico y un procedimiento judicial con una condena justa serían claras señales de que en Chile sí se hacen esfuerzos por reivindicar los derechos que todos tenemos como seres humanos y ciudadanos de un país libre que aspira a la igualdad de todos... más allá de la orientación sexual o la identidad de género.