martes, 2 de junio de 2015

Carta abierta

         Es probable que pocos conozcan a Enrique Santos Discépolo por su nombre, pero sí por su obra; él fue quien escribió un tango que ha trascendido las fronteras y el tiempo: se trata de Cambalache. Y aunque hace mucho que estoy familiarizado con esta trascendental pieza, nunca hasta ahora su mensaje me había hecho tanto sentido con frases como ésta:

“No hay aplaza’os ni escalafón;
los inmorales nos han iguala’o:
si uno vive en la impostura
y otro roba en su ambición,
da lo mismo que si es cura,
colchonero, rey de basto,
cara dura o polizón”.


Afirmo lo anterior con total convencimiento y responsabilidad, en vista de que he tenido que ser testigo de cómo funciona el negocio para una mayoría que ejerce cargos de alta responsabilidad no necesariamente por sus competencias, sino porque cuentan con venia política o, lo que es peor, porque son parte de un círculo de amistades de otros que ostentan más poder aún.

           Aclaro que no me tomaría el tiempo de reflexionar sobre este declive de los valores morales si solamente ocurriera en un ente abstracto e impersonal como ‘la sociedad’; porque creo que sería un recurso simplista y no del todo honesto aludir al problema de modo genérico: ‘la gente’, ‘el país’ o ‘los chilenos’. Es cierto: la pérdida del sentido de lo bueno versus lo malo, de lo correcto versus lo incorrecto, está arraigada en la sociedad, pero también se vive en lo cotidiano: está, por ejemplo, en varias oficinas de esta institución del Estado, de cuyos logros muchos se vanaglorian sin estar aportando efectivamente a su engrandecimiento.

        Desde mi perspectiva, esta tendencia -eufemismo para no ocupar la palabra precisa: vicio- redunda en que muchos hayamos tenido que sobrellevar la humillante situación de ser comandados por jefaturas que, en lo profesional, no parecen contar  con un perfil idóneo, conocimientos técnicos ni capacidad de liderazgo. Si a esto se agrega un comportamiento errático y muchas veces carente de modales básicos de convivencia, el resultado no es un muy alentador como para continuar.

          Asumo que es probable que algunos que llevan años inmersos en este contexto afirmen que es así como se manejan los asuntos en las instituciones públicas: es decir, dependiendo de los caprichos e intereses de quienes momentáneamente están en el poder. Seguro que ellos también consideran que hay que saber acomodarse a estas condiciones y que es mejor trabajar sin desgastarse por intentar cambiar estas prácticas tan arraigadas.

         Respeto a quienes piensan así, pero no comparto su postura en lo absoluto; porque, desde mi punto de vista, un profesional de excelencia es aquel que, aun consciente de su contexto mediocre, exige que el trabajo se haga con estándares de calidad que garanticen resultados óptimos para quienes, en definitiva, pagan nuestro  sueldo. De lo contrario, sólo estamos en presencia de funcionarios de segunda categoría, autocomplacientes y acomodadizos, cuyo único objetivo será mantener una ocupación y asegurar una suculenta entrada económica a mediado de cada mes.

       Es por eso que hoy emprendo nuevos rumbos a la empresa privada: porque este desolador panorama en el servicio público es incompatible con mi formación ética y valórica. No me siento cómodo siendo parte de una institución que en el papel hace un trabajo ‘de excelencia’, pero que en la práctica alienta proyectos insulsos, defiende posiciones mezquinas y potencia jefaturas pusilánimes, pero no líderes.

          Por cierto que no es mi intención generalizar: no digo que todos sean mediocres, perezosos y/o maleducados (hace un tiempo tuve jefas admirables en todo sentido); tampoco me refiero al instituto como un todo, porque, aunque me temo que este modelo se replica, no conozco los antecedentes para afirmarlo. Yo me refiero, única y exclusivamente, a lo que he vivido en el último tiempo: hablo de mis intentos de sortear con dignidad ese hálito de banalidad y autocomplacencia que a menudo invade nuestras oficinas, y de mis esfuerzos infructuosos por entender una lógica de trabajo desorganizado y sin rumbo claro.

          A riesgo de parecer desagradecido, crítico o poco visionario, también hablo de las limitaciones que implica ser parte de un equipo y de un proyecto digital  incomprendido, que no está en la lista de prioridades de ninguna autoridad, por lo menos en términos operativos. Honestamente, creo que la mentalidad anquilosada y chovinista de algunas de ellas nunca dará paso al desarrollo real de ideas vanguardistas y con tanto alcance social como es el sitio web de ChileAtiende.

         Así que con todo esto, ¿qué perspectivas profesionales tienen las personas justas y los espíritus inquietos que no se conforman con pasar sus días como autómatas? ¿Qué ganas de continuar le quedan a alguien que tiene intenciones de mejorar la calidad de vida de los otros, pero que se encuentra con que la mirada de ellos a veces queda relegada por otras prioridades de dudosa procedencia? ¿Qué motivación real existe para un periodista serio y comprometido que sigue creyendo en la meritocracia aunque aún no se haya topado con ella?

        La respuesta más consecuente y honesta a estas inquietudes no tiene lugar a discusión: debo alejarme de los vicios solapados y no dejarme contaminar en el intento. Por fortuna, tengo las ansias de libertad y el espíritu de supervivencia suficiente como para no querer hundirme en la mezquindad y para saltar de la proa de este barco que zozobró hace tiempo y que, siendo honestos, tiene pocas posibilidades de enmendar el rumbo si sigue siendo guiado por los mismos capitanes.

         Si para algunos esto es un acto de cobardía, para mí no. Sé que nadie es mártir en ninguna institución, pero estoy convencido de que en esta decisión hay un profundo amor por la labor social bien entendida, y un alto grado de desprendimiento. No es sencillo renunciar al servicio público cuando se tiene la convicción de que nuestro trabajo engrandece a Chile; así como tampoco es tarea fácil claudicar en los anhelos de mejorar la vida de quienes realmente necesitan de la asistencia del Estado en su conjunto.

        Espero que esto cambie. De ahora en más, soñaré con el día en que el instituto se llene de mentes brillantes, capaces y comprometidas, que trabajen para enriquecer al país y no para enriquecerse. Esperaré con ansias el momento en que este modelo se agote y sea destruido, y dé paso a otro que reúna a los mejores profesionales, con intenciones loables, para trabajar juntos por un país mejor. Y tal vez cuando eso ocurra hasta me seduzca la idea de volver con nuevos bríos… olvidando para siempre las estrofas que cierran mi carta y que, a la vez, son las últimas que se pueden escuchar en el famoso tango argentino:

“No pienses más,
sentate a un la’o,
que a nadie importa si naciste honra’o.
Es lo mismo el que trabaja
noche y día como un buey,
que el que vive de los otros,
que el que mata,
que el que cura
o está fuera de la ley”.