lunes, 29 de octubre de 2018

Chile, país de sucedáneos

Hace unos días descubrí con mucha tristeza que Netflix sacó de su parrilla programática una de las películas más conmovedoras que he visto en años: Al mejor postor. Esta pérdida se suma a la eliminación de Downton Abbey, probablemente la serie inglesa más exitosa, bella y elegante de todos los tiempos.

¿Qué nos dejaron, en cambio? Títulos como No soy un hombre fácil, Soltera codiciada, Perdiendo el norte, La peor semana, Barrio universitario, No estoy loca... y así una larga lista de historias intrascendentes que carecen de gracia, de buen gusto, de alma y de todo aquello que podríamos llamar verdadero arte.

¿Por qué los chilenos nos vemos privados de estos verdaderos deleites para los sentidos y, por el contrario, tenemos que conformarnos con productos de tan baja estofa? Sencillamente, porque nos tienen acostumbrados a los sabores de mala calidadsabores falsos, pobres, insípidos; todos sucedáneos de las verdaderas experiencias multisensoriales que enriquecen el espíritu de las personas y los pueblos.

No encontré una mejor palabra que sabores para resumir todo lo que implica nuestro diario vivir; da lo mismo si son películas, series, música, comida o incluso el espacio público por el que transitamos a diario: la falacia de buena calidad está presente de manera transversal en todo aquello.

La comida

Esta reflexión, compartida con Mesié Lamantán, surgió a raíz de nuestra observación respecto de la mala calidad de algunos productos que se venden en Chile. El problema no es su simple existencia en el mercado, sino más bien la alta aceptación que evidencian los consumidores.

Claro que la culpa no es necesariamente de los que compran... sino de los que prefieren producir sucedáneos que simulen los sabores y la apariencia de lo exquisito. Esta dinámica, que ha autorregulado al mercado, redunda en una oferta que ha terminado por naturalizar la mediocridad de los sabores de comidas y alimentos de uso cotidiano.

La presencia de productos como el "café" instantáneo; de chocolates "sabor chocolate"; del sucedáneo de limón; de quesos insípidos y plásticos; de la mortadela lisa; y de jugos con saborizante "idéntico al natural"... es una pequeña muestra de lo lejos que estamos de poder acceder a ciertos placeres sibaritas que nos han sido negados.

Cultura de la basura

Podemos encontrar este fenómeno en otras aristas del quehacer humano. Una de las más evidentes tiene relación con la mala calidad de los productos culturales masivos que se distribuyen por montones a una sociedad chilena que, por una ignorancia inducida por el propio mercado, no puede exigir más.

Es por eso que existe tanta conformidad por el consumo de basura cultural: conformidad con los programas de entretención; con los paneles de opinólogos de pacotilla; con reportajes autocomplacientes que ensalzan más al animador que a los propios protagonistas; con películas erotizantes y supuestamente humorísticas; con un Festival de Viña con artistas de categoría B, C o D...

¿Dónde están los esfuerzos por brindarnos calidad? ¿Dónde está la TV con verdadera convicción de entregar cultura y enriquecer los espíritus? ¿Dónde están los documentales de David Attenborough? ¿Dónde están programas como Esto es ópera o las franquicias de realities como Masters of Photography o The Great Interior Design Challenge?

Calidad de vida

Así es como nos enfrentamos a otros sucedáneos de productos de calidad que son aun más terribles, porque impactan directamente en la calidad de vida. En Santiago de Chile, por ejemplo, tenemos un sistema de transporte público decadente, indigno e ineficiente: buses desvencijados e inseguros, conductores imprudentes, poca conectividad, paraderos mal diseñados, y tiempos de desplazamiento inhumanos.

Y así suma y sigue: el alcalde que quiere cerrar los parques urbanos; la municipalidad que cede áreas verdes para el crecimiento del mercado inmobiliario; el mall que en vez de abrir sus espacios para el esparcimiento decide construir más estacionamientos; la ciudad que elimina los árboles y cubre todo de hormigón; la ordenanza municipal que permite echar abajo edificios emblemáticos para reemplazarlos por adefesios posmodernos.

¿Por qué lo aceptamos como sociedad? ¿Por qué no exigimos tener una mejor ciudad, vivir en una ciudad mejor? A mi entender, nos conformamos con todos estos simulacros y no abrimos los ojos al verdadero buen vivir porque hemos estado oprimidos demasiado tiempo por la mediocridad de lo que nos ofrecen las personas insensibles que deben tomar decisiones.

¡Pero llegó la hora de cambiar! Es nuestro derecho y nuestra responsabilidad reclamar para tener mejores cosas: más acceso a productos de calidad; a expresiones culturales de verdad; a música que enriquezca y no destruya las neuronas; a una ciudad inclusiva que respete al peatón por sobre el automóvil; a un sistema de transporte decente y seguro; a más espacios públicos; a más áreas verdes. En resumen, a una mejor calidad de vida.