jueves, 24 de octubre de 2019

Ya quisieran por olvido


Dicen que todo ha cambiado.
Lo dicen con pretensión.
Dudan que la solución
sea cambiarlo todo.
Así buscan acomodo
para su futuro incierto
los que en el pasado cierto
jugaron con nuestra suerte.
No saldrán por inocentes
el día del juicio justo, 
cuando se acabe el tormento.

Yo creo que es un insulto
creer que el viejo modelo
remendado con buen hilo
pueda resultar correcto.
Lo digo por el hambriento
y también por el cesante;
o los que han andado errantes,
por los desaparecidos:
que están condenados vivos
los regímenes de muerte.

Tengamos ojos abiertos,
muy atentos los sentidos.
¡Ya quisieran por olvido
engañar nuestros intentos!
Como aquellos intelectos
de origen bien conocido,
que con un costal de olvido
predican resignamiento.
¡Ay, qué triste pensamiento
si al pobre deja de lado!

(Illapu, 1988)


viernes, 16 de agosto de 2019

Es tiempo de salvar a Valparaíso

El derrumbe de una casa ocurrido el pasado martes 13 de agosto en la escalera Pasteur, a los pies del cerro Bellavista en Valparaíso, nos deja varias lecciones. La primera de ellas, quizás la más importante, es que el país completo, partiendo por sus autoridades, necesita poner más atención a la Ciudad Puerto. De lo contrario, se seguirá cayendo a pedazos. Literalmente.

Para mí, esto fue más que “un simple accidente”. El desplome en sí mismo y, peor aún, las seis víctimas fatales de las que se tiene conocimiento hasta el día de hoy son el reflejo de una lamentable suma de desidias y errores que deben ser erradicados ahora mismo de la mentalidad de políticos y porteños en general. 

En los últimos días he visto desfilar por las pantallas de televisión a muchas autoridades que, preocupadas por lo ocurrido, se han apersonado en el lugar de los hechos. Pero ¿cuántas de ellas han gestionado una intervención realista y profunda para paliar esta triste realidad de Valparaíso? O, dicho en otras palabras, ¿cuántas han hecho algo por salvar las otras vidas en peligro? 

Busquemos alternativas

Sería injusto decir que nadie ha hecho nada. Pero, a la luz de la evidencia, es obvio que los esfuerzos han sido mínimos o, por lo menos, insuficientes. Basta con caminar por algunos cerros e incluso por el plan de la ciudad para darse cuenta de que, desde hace años, hay inmuebles y personas que están en serio riesgo. 

Parece un hecho que la municipalidad tiene un déficit muy difícil de sanear y que, en consecuencia, los recursos no alcanzan para elaborar un plan de reparación y restauración. Pero no creo que se trate sólo de un tema de recursos, sino más bien de ceguera, desidia o simple mala gestión.

Valparaíso podría suscribir convenios de cooperación con las diferentes universidades, para que sus estudiantes, egresados y académicos aportaran a la investigación y a la restauración de la ciudad que los acoge. Porque la responsabilidad social de las casas de estudio no se agota en acoger a personas en situación de vulnerabilidad o en aportar al desarrollo del conocimiento.

Más autocrítica

En este sentido, me parece que las declaraciones del alcalde adolecen de autocrítica:

Valparaíso es una ciudad que está construida en la forma en que está construida. Es inherente a nuestra historia, a nuestra forma de vivir Valparaíso y los porteños, bueno, van construyendo sus casas con las capacidades y los materiales que van teniendo. Nos gustaría, naturalmente, que fuera distinto…

En resumidas cuentas: como municipalidad, como sociedad, nos convencemos de que éste es el trágico sino de la ciudad. C’est la vie! ¿En serio nadie extraña una sola mención a una amplia gama de alternativas para dejar de ser espectadores pasivos viendo cómo la realidad de Valparaíso supera nuestra capacidad de reacción, de supervisión y de gestión?

No se trata de abanderarse por colores políticos ni sacar dividendos partidistas, sino de un mensaje transversal: ¡basta de ser reactivos! Está bien “ponerse las pilas” cuando ocurren estos desastres. Está bien ayudar económicamente a las familias afectadas. Está bien reubicarlas en algún lugar seguro. Pero también hay que ser previsores y visionarios. De eso se trata el trabajo conjunto para construir una mejor ciudad, una mejor sociedad.

miércoles, 17 de abril de 2019

¿Notre qué?

El mundo no será el mismo después del incendio que devastó la iglesia gótica más famosa de Francia: la Cathédrale de Notre-Dame de París. No sólo porque tendrá que pasar un buen tiempo antes de que podamos ver erguida nuevamente su imponente aguja central de más de 90 metros, sino también porque algo se fracturó en lo más profundo del espíritu del ser humano y nos ha dejado desolados.

Cuando, con justa razón, un monumento como éste se eleva a un estatus casi mitológico, resulta difícil admitir o pensar siquiera que podría ser víctima de las pequeñeces que afectan a los seres humanos: pequeñeces como pestes, revoluciones y dos guerras mundiales; pequeñeces como el poder abrasador y destructivo de las llamas sin control.

Ver el colapso de este testimonio de gran parte de la historia de la cultura occidental, nos enseña ahora más que nunca que el patrimonio siempre es vulnerable y que la amenaza de perderlo es latente, a pesar de las buenas intenciones. Por lo mismo, no sólo tenemos la responsabilidad de conocerlo, sino que, además, tenemos la obligación de cuidarlo.

El shock es transversal a los pueblos, razas y religiones que han sabido valorar la trascendencia de Notre-Dame de París no sólo como un prodigio de la arquitectura medieval, sino también como referente artístico-cultural inagotable; como un gigantesco monstruo de piedra que inyecta inspiración directamente a nuestros corazones desde hace 856 años.

Chilenos insensibles

Muchos chilenos, sin embargo, no sienten lo mismo. Con asombro, espanto y vergüenza leo comentarios que ofenden a quienes aún estamos viviendo el duelo. Pero más allá de eso, que es tolerable por quienes tenemos huesos duros de roer, me preocupa el nivel de ignorancia y la falta de sensibilidad hacia los estímulos sensoriales hermosos.

Pero no es su culpa. La culpa es de este país, Chile, que no nunca ha apostado realmente a cultivar el espíritu, a disfrutar de las cosas hermosas, a abrir los sentidos a la belleza. Nuestras familias, el sistema educacional y hasta la forma en que nos rigen las autoridades: todo confabula para que en nuestra sociedad abunden seres irreflexivos, insensibles, sin búsqueda.

El exitismo, el énfasis en las variables económicas y los intentos de la élite por seguir manteniendo sus posiciones de privilegio, entre otros factores, han socavado las bases de la sociedad y están generando niños y niñas que crecerán sin interés por descubrir y admirar lo que hay más allá de la teleserie de moda, del reggaetón o de la gala de Viña.

Hay que saber pensar

Más espacio para la educación cívica, el arte y la ciencia generaría más interés por acceder a la cantidad inmensurable de cultura que abunda en todos los rincones del mundo, y también ayudaría a fortalecer las capacidades cognoscitivas de muchos que no saben unir ideas, reflexionar ni manifestar opiniones coherentes.

En las clases de historia universal un porcentaje peligrosamente alto está dedicado sólo a memorizar fechas de conflictos bélicos, no a conocer y admirar, por ejemplo, grandes obras de arte y a los maestros que las crearon para la posteridad. Malísima señal. O como decían Los Cadillacs: "En la escuela nos enseñan a memorizar fechas de batallas, pero qué poco nos enseñan de amor".

Si no me cree, lea las publicaciones referidas a Notre-Dame de París. Verán una plétora de sandeces sin sentido, comparaciones absurdas, juicios irreflexivos, comentarios ilógicos, mucha ignorancia, argumentos que no argumentan nada y lo peor, o quizás lo que resume todo eso, una profunda insensibilidad. Triste realidad la chilena.

jueves, 28 de febrero de 2019

Un gallito de poder (o quién la tiene más larga)

No soy un experto en política internacional. Ni siquiera soy un experto en política. Sin embargo, cada cierto tiempo me permito opinar al respecto; no desde el análisis teórico o histórico, sino más bien desde una simple reflexión derivada de mi espíritu humanista y del sentido común.

Sobre lo que está pasando en Venezuela se ha dicho y se ha visto mucho... y aún hay mucho más por verse. Así que mis esfuerzos estarán concentrados en explicar lo que sentí hace pocos días al escuchar las palabras de la vicepresidenta ejecutiva de la República Bolivariana de Venezuela, Delcy Rodríguez:

"Si se atreviesen a poner un dedo sobre Venezuela, los pueblos del continente y del mundo se levantarán a gritar: ¡Fuera el imperialismo yanqui de Venezuela! No tendrán descanso: les haremos su vida un infierno".
Tan sólo eso quería destacar: treinta y cinco palabras seleccionadas de un discurso de más de 40 minutos. Treinta y cinco palabras que me impactaron no sólo por su carácter beligerante y amenazador, sino también por la agotadora persistencia de las clásicas dicotomías entre lo que algunos entienden como el bien y el mal.

Los fanatismos de todo tipo siempre ha recurrido a discursos como éstos para alienar a sus adeptos y para convencer a las almas más débiles o sedientas de esperanza. ¡Es tiempo de cambiar la estrategia! ¡Es hora de dejar ir las utopías políticas y sociales en pos del verdadero interés de los pueblos!

Su letanía, compuesta de clichés y consignas anticapitalistas, es cómica e indignante a la vez: cómica, porque sus palabras parecen extraídas de un discurso de mediados del siglo XX. Indignante, porque fuerza la revolución aceitando los engranajes de una máquina obsoleta con la sangre y las lágrimas de su propio pueblo.


Para mí, la frontera que divide la consecuencia política de la mezquindad de un grupúsculo de fanáticos es la porfía, indecencia, de anteponer sus ideales mientras el pueblo se cae a pedazos; mientras sus habitantes huyen del país que tanto aman; mientras hay escasez de alimentos, de servicios básicos y de dignidad humana.

Es por eso que alocuciones como ¡Fuera el imperialismo yanqui! ¡Haremos de su vida un infierno! suenan a la exteriorización de los fantasmas personales; de los propios desequilibrios emocionales o un gallito de poder ... más que a un interés genuino por el bienestar de la gente.

Señores y señoras de Venezuela y el mundo: ya pasó el tiempo de la exacerbación del socialismo en contraposición del capitalismo (y viceversa). Ya pasó el tiempo de la revolución tal como la conocíamos. Hoy es tiempo de la revolución de los espíritus, que es mucho más trascendental que sus peleas egoístas y pasadas de moda.



viernes, 8 de febrero de 2019

Total, si quemo un bosque no pasa nada...

Como humanidad, somos la raza más destructiva, inconsciente y hasta diría estúpida del planeta. Probablemente somos los únicos seres que no aprendemos de la experiencia y que no tenemos límites a la hora de arrasar con nuestro propio entorno, por mucho que eso signifique, más tarde que temprano, la muerte segura.

Hemos depredado las selvas, contaminado los mares, explotado las montañas; hemos acabado con especies animales, con árboles milenarios, con paisajes que nunca más volverán a ser como eran. Es que, al parecer, así es nuestra naturaleza: necia y, por sobre todo, muy, muy autodestructiva.

Es por es que no me extraña que, por estos días de verano y sol abrasador, muchos de los incendios forestales (sino todos) que asolan a gran parte del país hayan sido provocados por hombres y mujeres sin espíritu ni alma, sin corazón y sin cerebro, que buscan emociones, desapegarse de la ley, un minuto de fama o, simplemente, están carentes de atención y de cariño. 

Sea como fuere, el daño lo hacen igual: ya sea por descuido, negligencia o maldad pura, queman miles, millones, de hectáreas; destruyen para siempre el hábitat de miles, millones, de animales, plantas y microorganismos; diezman en pocas horas la población de flora y fauna nativa, cuyo perjuicio es irrecuperable para el ecosistema; contaminan la atmósfera; ponen en riesgo la vida de los voluntarios que combaten el fuego; amenazan poblaciones humanas.

Más allá del profundo dolor y la profunda impotencia que esto me produce, principalmente por el daño ecosistémico, también siento decepción de nuestras leyes. Porque, claro, alguien provoca esto ¿y qué le sucede? Probablemente sea arrestado, sea sometido a una audiencia, sea sentenciado a pagar una multa... y quede libre. 

Me declaro ignorante respecto del sistema judicial y de las leyes en este sentido, pero pienso que si este delito se sigue repitiendo con tanta recurrencia, ha de ser porque las penas no son lo suficientemente duras. Porque la gente no tiene miedo de cometer el delito; porque "da lo mismo: si quemo un bosque no pasa nada". Escribo esto y pienso, por ejemplo, en el turista checo que en 2005 casi acabó con las Torres del Paine. ¿Cuánto fue lo que pagó por tamaño desastre? Creo que 120 mil pesos.

Está bien que hagan campañas para que tomemos conciencia, pero creo que es labor de organismos como el Ministerio de Medio Ambiente, encabezado por la mediática ministra Carolina Schmidt, ser más firmes en este sentido. Es su deber desplegar todas sus herramientas, capacidades y atribuciones para frenar todos los impactos negativos, no sólo provocados por desequilibrados psiquiátricos o delincuentes comunes, sino también por grandes empresas que también propician el fuego poniendo en peligro los suelos y el bosque nativo.

Más aún, me gustaría que hiciera un lobby estratégico y mucho más agresivo para promover un cambio real en las figuras legales, para que haya penas efectivas y no sólo simbólicas. Ojalá fueran los primeros en impulsar con el Ejecutivo, con el Legislativo, con el Poder Judicial, con las ONG, empresas privadas y con la ciudadanía una reforma que haga que estos delincuentes lo piensen dos, tres o hasta cuatro veces antes de atreverse a generar un desastre ecológico irreversible que, poco a poco, nos está matando a todos.

lunes, 28 de enero de 2019

Transantiago: charqui a precio de filete

Sí, sí: muy bonita la nueva línea 3 del Metro de Santiago. Pero no alcanzamos a disfrutar ni una semana de esta nueva maravilla del transporte urbano cuando se anunció que los pasajes iban a subir nuevamente. Y subieron. Ahora cuesta la exorbitante suma de $800 en horario punta. En términos universales, estamos hablando de la no despreciable suma de USD 1,2.

Dicen que es el pasaje más caro de la región. Sin ir más lejos, yo no recuerdo haber pagado tanto por un viaje en ninguna de las ciudades a las que he ido en Latinoamérica: por el contrario, tengo el grato recuerdo de excelentes servicios y tarifas muy justas en redes como el Subte de Buenos Aires, el Metro de Lima o el Sistema Metropolitano de Transporte de Quito, que hasta septiembre de 2018 costaba algo así como USD 0,25. O sea, $170. Ciento-setenta-pesos-chilenos.

Imagino que para evaluar si algo es caro o barato deberíamos contextualizar las cifras y no juzgarlas por sí mismas. En ese sentido, se me ocurren dos variables: la relación del precio del transporte en función del llamado costo de la vida y de la calidad del servicio prestado. Y, a mi gusto, ninguno de los dos factores justifica lo que estamos pagando en Santiago.

Un pasaje como éste se suma a lo mucho que cuestan en Santiago otros ítems como la vivienda, los servicios, la comida y la cultura. Es decir, los ciudadanos tienen que subsidiar el servicio de transporte, precisamente, en la ciudad donde vivir es más caro. Mal. 

Pero como no soy experto en números, no voy a desarrollar esta línea argumentativa. Así evito que los defensores del sistema me rebatan poniendo en el tapete cifras macroeconómicas, vaivenes internacionales, alzas de divisa, la variación del petróleo diésel, el IPC... y todo eso a lo cual echan mano y que poco o nada entiende la persona común y corriente que toma el Metro o el bus todos los días.

Lo que sí soy es un usuario habitual de Metro. Y como tal me siento en pleno derecho a reclamar por esta alza que no tiene relación alguna con el segundo punto que enumeré dos párrafos más arriba. Porque, aunque reconozco que la nueva línea 3 es un punto a favor de la red, la calidad general del servicio no es buena: es regular o menos que regular. O sea que lo que nos cobran no es proporcional con lo que nos ofrecen: nos venden charqui a precio de filete.

Para mí, viajar en la línea 1 del Metro es inhumano. No encuentro otra palabra para definir lo que nos toca al subimos a un vagón donde vamos apretados, incómodos y en muchos casos asustados/as o asqueados con tanto roce humano involuntario. Rebaños de personas en las estaciones más grandes, gritos, tirones, rasguños, malas palabras, amagues de reyertas. Quizás todo eso tiene que ver con los hábitos personales, pero nadie podría negar que las malas condiciones ayudan a exacerbar ese comportamiento .

En días de verano hay otro factor muy importante: el calor adentro de los trenes. Porque, quién sabe por qué, la mayoría de los trenes de la línea 1 (e imagino que de la 2 y de la 5) no tienen aire acondicionado. Eso significa que desde las 8 de la mañana cualquiera que se suba está condenado a pasarlo pésimo, producto de las altas temperaturas, la falta de oxígeno y el sofoco generalizado que provoca viajar a más de lo aceptable como temperatura confort (que debería ser entre 22 y 23 grados). Vuelvo al adjetivo: inhumano. Y agrego otro: indigno.

Cómo se ve que quienes piensan en las soluciones -o en las alzas de tarifa- no viajan en ese medio de transporte. Cómo se ve que la calidad de vida funciona más como eslogan que como motor diario. Si no ¿cómo a nadie se le ha ocurrido, no sé, ponerse a regalar toallitas húmedas en cada estación? ¿O un pañuelo desechable, para secarse el sudor al bajar del tren, por ejemplo? ¿O un abanico, aunque sea brandeado? ¿Por qué no han hecho una mínima inversión en instalar aire acondicionado o, al menos, un par de ventiladores Recco en cada vagón, con tal de hacer más digno el viaje de cada pasajero?

Muchos "actores relevantes" se abrazan y se dan golpecitos complacientes hablando de las maravillas del sistema de transporte público en el gran Santiago. Pero, claro, ellos no suelen viajar todas las mañanas. No suelen sentirse agobiados entre la multitud. No suelen ser rozados a diario. No suelen sufrir por el calor excesivo. ¡Así no pueden ni podrán empatizar con el usuario común! Con el usuario humillado, ultrajado, malhumorado, sudado... ¿Quién se extraña, entonces, de que haya personas que, por decisión propia, no paguen su pasaje? ¿No es eso un acto poético? ¿Una suerte de reembolso por todos los malos ratos? Abro el debate...

En fin, si a eso le sumamos la congestión habitual en las estaciones a la hora punta, más las cada vez más constantes fallas en el sistema producto de los cortes de energía, los lentos protocolos de restablecimiento del servicio cuando alguien "se precipita a las líneas", tenemos un servicio que vive de sus glorias pasadas y que, simplemente, no vale lo que cobra.

viernes, 18 de enero de 2019

Todos perdimos

Así nomás: en la comuna de Santiago perdieron las personas, perdió el alcalde, perdieron los vecinos y perdió la ciudad. Todos perdieron. Perdimos.

No sé si será coincidencia, pero desde hace unos dos años, más o menos, he sido testigo del incremento de personas en situación de calle en las calles del centro de Santiago: hombres y mujeres, enfermos o sanos, durmiendo en parques, rincones, entradas de edificios. Hombres y mujeres haciendo fogatas, tendiendo su ropa, lavándose, cocinando, bebiendo alcohol, consumiendo drogas -en algunos casos-, haciendo sus necesidades biológicas y a veces hasta peleando a gritos y/o a botellazo limpio.

La indigencia y la mendicidad siempre fueron considerados como problemas aislados, poco frecuentes, en una comuna que parecía tener todo en orden. Mirábamos otras metrópolis latinoamericanas tales como Buenos Aires o Sao Paulo y nos parecía estar a años luz de diferencia respecto de esa triste realidad. Pero hoy todo es diferente. Ahora eso se ve a plena luz del día, todos los días y todas las noches.

Esta realidad me preocupa y me molesta desde tres puntos de vista:

1. El lado humano

Al darme cuenta de que todas las políticas en este sentido han fracasado rotundamente. ¿Qué hace el municipio por ofrecer una solución o una alternativa a los indigentes que, por opción o por enfermedad, viven en las calles? ¿Qué ha hecho el Gobierno, aparte de uno que otro programa aislado y sin verdadero poder de ejecución?

¿Por qué no existe una acción coordinada y permanente para albergar a estas personas en lugares que tengan condiciones adecuadas, donde les ofrezcan un techo y comida a cambio de trabajo comunitario, por ejemplo? Porque no se trata sólo de dar sin recibir. Algo tendrían que aportar, desde sus escasas posibilidades, a saldar esta deuda para con la sociedad que les tiende una mano.

2. La seguridad

No escribo porque alguien me lo ha contado. Escribo porque lo veo a diario, en la esquina de mi casa, a la vuelta de la cuadra, en el parque que tengo que cruzar. En esos lugares, con carpas y verdaderas "instalaciones" domiciliarias no sólo hay gente enferma, trastornada o excluida: también hay delincuentes que se aprovechan del anonimato y la marginalidad para refugiarse cada vez que cometen delitos de baja calaña: "carterazos" y robo de celulares, principalmente.

Los he visto correr raudos entre los autos, para luego esconderse en las carpas destartaladas y hacinadas. Y, claro, ahí nadie se va a meter. Ni Seguridad Ciudadana ni los Carabineros... quizás temiendo que, de hacerlo, sean acusados de discriminadores por asumir que indigencia es sinónimo de delincuencia. Pero lo cierto es que lo hacen: se aprovechan de la precariedad y del prejuicio intrínseco que existe en torno a estas personas. Y mientra todo esto pasa, los vecinos seguimos sintiéndonos inseguros en nuestros propios barrios (antaño tranquilos).

3. La suciedad

Siempre he sabido que, así como no lo es de delincuencia, pobreza tampoco es sinónimo de suciedad. Lamentablemente, parece que la extrema situación de indigencia no respeta esta máxima que todos deberíamos conocer. A diario veo las carpas, los colchones y un sinnúmero de implementos usados para subsistir a la intemperie. Y los veo todos amontonados, apilados, sucios, desparramados. Como estas personas no tienen la conciencia para darse entender que la calle no les pertenece a ellos (al menos no exclusivamente), ensucian sin importarle el resto.

Mugre, basura, malos olores, desechos humanos en plena calle (en frente de mi casa, así tal cual: caca). Todo eso en una cuadra, luego en la otra, y en la otra... y así sucesivamente. El centro de Santiago se ha convertido en un reducto inmundo que ha despojado a la ciudad del buen ambiente y hace que los habitantes sientan asco, vergüenza y miedo al caminar por sus calles.