lunes, 28 de enero de 2019

Transantiago: charqui a precio de filete

Sí, sí: muy bonita la nueva línea 3 del Metro de Santiago. Pero no alcanzamos a disfrutar ni una semana de esta nueva maravilla del transporte urbano cuando se anunció que los pasajes iban a subir nuevamente. Y subieron. Ahora cuesta la exorbitante suma de $800 en horario punta. En términos universales, estamos hablando de la no despreciable suma de USD 1,2.

Dicen que es el pasaje más caro de la región. Sin ir más lejos, yo no recuerdo haber pagado tanto por un viaje en ninguna de las ciudades a las que he ido en Latinoamérica: por el contrario, tengo el grato recuerdo de excelentes servicios y tarifas muy justas en redes como el Subte de Buenos Aires, el Metro de Lima o el Sistema Metropolitano de Transporte de Quito, que hasta septiembre de 2018 costaba algo así como USD 0,25. O sea, $170. Ciento-setenta-pesos-chilenos.

Imagino que para evaluar si algo es caro o barato deberíamos contextualizar las cifras y no juzgarlas por sí mismas. En ese sentido, se me ocurren dos variables: la relación del precio del transporte en función del llamado costo de la vida y de la calidad del servicio prestado. Y, a mi gusto, ninguno de los dos factores justifica lo que estamos pagando en Santiago.

Un pasaje como éste se suma a lo mucho que cuestan en Santiago otros ítems como la vivienda, los servicios, la comida y la cultura. Es decir, los ciudadanos tienen que subsidiar el servicio de transporte, precisamente, en la ciudad donde vivir es más caro. Mal. 

Pero como no soy experto en números, no voy a desarrollar esta línea argumentativa. Así evito que los defensores del sistema me rebatan poniendo en el tapete cifras macroeconómicas, vaivenes internacionales, alzas de divisa, la variación del petróleo diésel, el IPC... y todo eso a lo cual echan mano y que poco o nada entiende la persona común y corriente que toma el Metro o el bus todos los días.

Lo que sí soy es un usuario habitual de Metro. Y como tal me siento en pleno derecho a reclamar por esta alza que no tiene relación alguna con el segundo punto que enumeré dos párrafos más arriba. Porque, aunque reconozco que la nueva línea 3 es un punto a favor de la red, la calidad general del servicio no es buena: es regular o menos que regular. O sea que lo que nos cobran no es proporcional con lo que nos ofrecen: nos venden charqui a precio de filete.

Para mí, viajar en la línea 1 del Metro es inhumano. No encuentro otra palabra para definir lo que nos toca al subimos a un vagón donde vamos apretados, incómodos y en muchos casos asustados/as o asqueados con tanto roce humano involuntario. Rebaños de personas en las estaciones más grandes, gritos, tirones, rasguños, malas palabras, amagues de reyertas. Quizás todo eso tiene que ver con los hábitos personales, pero nadie podría negar que las malas condiciones ayudan a exacerbar ese comportamiento .

En días de verano hay otro factor muy importante: el calor adentro de los trenes. Porque, quién sabe por qué, la mayoría de los trenes de la línea 1 (e imagino que de la 2 y de la 5) no tienen aire acondicionado. Eso significa que desde las 8 de la mañana cualquiera que se suba está condenado a pasarlo pésimo, producto de las altas temperaturas, la falta de oxígeno y el sofoco generalizado que provoca viajar a más de lo aceptable como temperatura confort (que debería ser entre 22 y 23 grados). Vuelvo al adjetivo: inhumano. Y agrego otro: indigno.

Cómo se ve que quienes piensan en las soluciones -o en las alzas de tarifa- no viajan en ese medio de transporte. Cómo se ve que la calidad de vida funciona más como eslogan que como motor diario. Si no ¿cómo a nadie se le ha ocurrido, no sé, ponerse a regalar toallitas húmedas en cada estación? ¿O un pañuelo desechable, para secarse el sudor al bajar del tren, por ejemplo? ¿O un abanico, aunque sea brandeado? ¿Por qué no han hecho una mínima inversión en instalar aire acondicionado o, al menos, un par de ventiladores Recco en cada vagón, con tal de hacer más digno el viaje de cada pasajero?

Muchos "actores relevantes" se abrazan y se dan golpecitos complacientes hablando de las maravillas del sistema de transporte público en el gran Santiago. Pero, claro, ellos no suelen viajar todas las mañanas. No suelen sentirse agobiados entre la multitud. No suelen ser rozados a diario. No suelen sufrir por el calor excesivo. ¡Así no pueden ni podrán empatizar con el usuario común! Con el usuario humillado, ultrajado, malhumorado, sudado... ¿Quién se extraña, entonces, de que haya personas que, por decisión propia, no paguen su pasaje? ¿No es eso un acto poético? ¿Una suerte de reembolso por todos los malos ratos? Abro el debate...

En fin, si a eso le sumamos la congestión habitual en las estaciones a la hora punta, más las cada vez más constantes fallas en el sistema producto de los cortes de energía, los lentos protocolos de restablecimiento del servicio cuando alguien "se precipita a las líneas", tenemos un servicio que vive de sus glorias pasadas y que, simplemente, no vale lo que cobra.

viernes, 18 de enero de 2019

Todos perdimos

Así nomás: en la comuna de Santiago perdieron las personas, perdió el alcalde, perdieron los vecinos y perdió la ciudad. Todos perdieron. Perdimos.

No sé si será coincidencia, pero desde hace unos dos años, más o menos, he sido testigo del incremento de personas en situación de calle en las calles del centro de Santiago: hombres y mujeres, enfermos o sanos, durmiendo en parques, rincones, entradas de edificios. Hombres y mujeres haciendo fogatas, tendiendo su ropa, lavándose, cocinando, bebiendo alcohol, consumiendo drogas -en algunos casos-, haciendo sus necesidades biológicas y a veces hasta peleando a gritos y/o a botellazo limpio.

La indigencia y la mendicidad siempre fueron considerados como problemas aislados, poco frecuentes, en una comuna que parecía tener todo en orden. Mirábamos otras metrópolis latinoamericanas tales como Buenos Aires o Sao Paulo y nos parecía estar a años luz de diferencia respecto de esa triste realidad. Pero hoy todo es diferente. Ahora eso se ve a plena luz del día, todos los días y todas las noches.

Esta realidad me preocupa y me molesta desde tres puntos de vista:

1. El lado humano

Al darme cuenta de que todas las políticas en este sentido han fracasado rotundamente. ¿Qué hace el municipio por ofrecer una solución o una alternativa a los indigentes que, por opción o por enfermedad, viven en las calles? ¿Qué ha hecho el Gobierno, aparte de uno que otro programa aislado y sin verdadero poder de ejecución?

¿Por qué no existe una acción coordinada y permanente para albergar a estas personas en lugares que tengan condiciones adecuadas, donde les ofrezcan un techo y comida a cambio de trabajo comunitario, por ejemplo? Porque no se trata sólo de dar sin recibir. Algo tendrían que aportar, desde sus escasas posibilidades, a saldar esta deuda para con la sociedad que les tiende una mano.

2. La seguridad

No escribo porque alguien me lo ha contado. Escribo porque lo veo a diario, en la esquina de mi casa, a la vuelta de la cuadra, en el parque que tengo que cruzar. En esos lugares, con carpas y verdaderas "instalaciones" domiciliarias no sólo hay gente enferma, trastornada o excluida: también hay delincuentes que se aprovechan del anonimato y la marginalidad para refugiarse cada vez que cometen delitos de baja calaña: "carterazos" y robo de celulares, principalmente.

Los he visto correr raudos entre los autos, para luego esconderse en las carpas destartaladas y hacinadas. Y, claro, ahí nadie se va a meter. Ni Seguridad Ciudadana ni los Carabineros... quizás temiendo que, de hacerlo, sean acusados de discriminadores por asumir que indigencia es sinónimo de delincuencia. Pero lo cierto es que lo hacen: se aprovechan de la precariedad y del prejuicio intrínseco que existe en torno a estas personas. Y mientra todo esto pasa, los vecinos seguimos sintiéndonos inseguros en nuestros propios barrios (antaño tranquilos).

3. La suciedad

Siempre he sabido que, así como no lo es de delincuencia, pobreza tampoco es sinónimo de suciedad. Lamentablemente, parece que la extrema situación de indigencia no respeta esta máxima que todos deberíamos conocer. A diario veo las carpas, los colchones y un sinnúmero de implementos usados para subsistir a la intemperie. Y los veo todos amontonados, apilados, sucios, desparramados. Como estas personas no tienen la conciencia para darse entender que la calle no les pertenece a ellos (al menos no exclusivamente), ensucian sin importarle el resto.

Mugre, basura, malos olores, desechos humanos en plena calle (en frente de mi casa, así tal cual: caca). Todo eso en una cuadra, luego en la otra, y en la otra... y así sucesivamente. El centro de Santiago se ha convertido en un reducto inmundo que ha despojado a la ciudad del buen ambiente y hace que los habitantes sientan asco, vergüenza y miedo al caminar por sus calles.