jueves, 28 de febrero de 2019

Un gallito de poder (o quién la tiene más larga)

No soy un experto en política internacional. Ni siquiera soy un experto en política. Sin embargo, cada cierto tiempo me permito opinar al respecto; no desde el análisis teórico o histórico, sino más bien desde una simple reflexión derivada de mi espíritu humanista y del sentido común.

Sobre lo que está pasando en Venezuela se ha dicho y se ha visto mucho... y aún hay mucho más por verse. Así que mis esfuerzos estarán concentrados en explicar lo que sentí hace pocos días al escuchar las palabras de la vicepresidenta ejecutiva de la República Bolivariana de Venezuela, Delcy Rodríguez:

"Si se atreviesen a poner un dedo sobre Venezuela, los pueblos del continente y del mundo se levantarán a gritar: ¡Fuera el imperialismo yanqui de Venezuela! No tendrán descanso: les haremos su vida un infierno".
Tan sólo eso quería destacar: treinta y cinco palabras seleccionadas de un discurso de más de 40 minutos. Treinta y cinco palabras que me impactaron no sólo por su carácter beligerante y amenazador, sino también por la agotadora persistencia de las clásicas dicotomías entre lo que algunos entienden como el bien y el mal.

Los fanatismos de todo tipo siempre ha recurrido a discursos como éstos para alienar a sus adeptos y para convencer a las almas más débiles o sedientas de esperanza. ¡Es tiempo de cambiar la estrategia! ¡Es hora de dejar ir las utopías políticas y sociales en pos del verdadero interés de los pueblos!

Su letanía, compuesta de clichés y consignas anticapitalistas, es cómica e indignante a la vez: cómica, porque sus palabras parecen extraídas de un discurso de mediados del siglo XX. Indignante, porque fuerza la revolución aceitando los engranajes de una máquina obsoleta con la sangre y las lágrimas de su propio pueblo.


Para mí, la frontera que divide la consecuencia política de la mezquindad de un grupúsculo de fanáticos es la porfía, indecencia, de anteponer sus ideales mientras el pueblo se cae a pedazos; mientras sus habitantes huyen del país que tanto aman; mientras hay escasez de alimentos, de servicios básicos y de dignidad humana.

Es por eso que alocuciones como ¡Fuera el imperialismo yanqui! ¡Haremos de su vida un infierno! suenan a la exteriorización de los fantasmas personales; de los propios desequilibrios emocionales o un gallito de poder ... más que a un interés genuino por el bienestar de la gente.

Señores y señoras de Venezuela y el mundo: ya pasó el tiempo de la exacerbación del socialismo en contraposición del capitalismo (y viceversa). Ya pasó el tiempo de la revolución tal como la conocíamos. Hoy es tiempo de la revolución de los espíritus, que es mucho más trascendental que sus peleas egoístas y pasadas de moda.



viernes, 8 de febrero de 2019

Total, si quemo un bosque no pasa nada...

Como humanidad, somos la raza más destructiva, inconsciente y hasta diría estúpida del planeta. Probablemente somos los únicos seres que no aprendemos de la experiencia y que no tenemos límites a la hora de arrasar con nuestro propio entorno, por mucho que eso signifique, más tarde que temprano, la muerte segura.

Hemos depredado las selvas, contaminado los mares, explotado las montañas; hemos acabado con especies animales, con árboles milenarios, con paisajes que nunca más volverán a ser como eran. Es que, al parecer, así es nuestra naturaleza: necia y, por sobre todo, muy, muy autodestructiva.

Es por es que no me extraña que, por estos días de verano y sol abrasador, muchos de los incendios forestales (sino todos) que asolan a gran parte del país hayan sido provocados por hombres y mujeres sin espíritu ni alma, sin corazón y sin cerebro, que buscan emociones, desapegarse de la ley, un minuto de fama o, simplemente, están carentes de atención y de cariño. 

Sea como fuere, el daño lo hacen igual: ya sea por descuido, negligencia o maldad pura, queman miles, millones, de hectáreas; destruyen para siempre el hábitat de miles, millones, de animales, plantas y microorganismos; diezman en pocas horas la población de flora y fauna nativa, cuyo perjuicio es irrecuperable para el ecosistema; contaminan la atmósfera; ponen en riesgo la vida de los voluntarios que combaten el fuego; amenazan poblaciones humanas.

Más allá del profundo dolor y la profunda impotencia que esto me produce, principalmente por el daño ecosistémico, también siento decepción de nuestras leyes. Porque, claro, alguien provoca esto ¿y qué le sucede? Probablemente sea arrestado, sea sometido a una audiencia, sea sentenciado a pagar una multa... y quede libre. 

Me declaro ignorante respecto del sistema judicial y de las leyes en este sentido, pero pienso que si este delito se sigue repitiendo con tanta recurrencia, ha de ser porque las penas no son lo suficientemente duras. Porque la gente no tiene miedo de cometer el delito; porque "da lo mismo: si quemo un bosque no pasa nada". Escribo esto y pienso, por ejemplo, en el turista checo que en 2005 casi acabó con las Torres del Paine. ¿Cuánto fue lo que pagó por tamaño desastre? Creo que 120 mil pesos.

Está bien que hagan campañas para que tomemos conciencia, pero creo que es labor de organismos como el Ministerio de Medio Ambiente, encabezado por la mediática ministra Carolina Schmidt, ser más firmes en este sentido. Es su deber desplegar todas sus herramientas, capacidades y atribuciones para frenar todos los impactos negativos, no sólo provocados por desequilibrados psiquiátricos o delincuentes comunes, sino también por grandes empresas que también propician el fuego poniendo en peligro los suelos y el bosque nativo.

Más aún, me gustaría que hiciera un lobby estratégico y mucho más agresivo para promover un cambio real en las figuras legales, para que haya penas efectivas y no sólo simbólicas. Ojalá fueran los primeros en impulsar con el Ejecutivo, con el Legislativo, con el Poder Judicial, con las ONG, empresas privadas y con la ciudadanía una reforma que haga que estos delincuentes lo piensen dos, tres o hasta cuatro veces antes de atreverse a generar un desastre ecológico irreversible que, poco a poco, nos está matando a todos.